Al hombre lo han deformado la religión, la patria, los padres. Todo lo que se pueda considerar sagrado, es en realidad la maquinaria de mutaciones del ser humano.
La niñez suele ser la etapa más feliz del hombre pues se vive en un estado de completa fascinación por las cosas sencillas. No hay dogmas, ni reglas, ni siquiera derechos. Ni libertad. Todo viene natural. El amor es un estado de ánimo que viene y va tan fácilmente. No hay rituales de conquista y apareamiento, ni moldes de estúpida fisura construido solo de fósiles que nos endilga el catecismo, los buenos modales, la escuela.
Pero las artimañas están allí para aprenderse. Es mejor (idealmente) que sobreviva un niño entre lobos, que un montón de mocosos corrompidos por la burguesía, Señores de Todas las Moscas.
La deformación del hombre no es visible, ni siquiera ósea o fibrosa. No es física pues. Es mas profunda. Es una tumoración del alma, una llaga roja en el alma. Si tal cosa existe, o nos es añadida con la circuncisión, el bautismo o alguna otra santa patraña.
El niño no tiene forma, pero tampoco es un deforme. Un deforme monstruoso no. La monstruosidad nos es herencia. Aun cuando las intenciones sean buenas, hay algo de malévolo en esos actos de bondad. Como una especie de venganza con piel de cordero. Cordero de Dios…
El sacrificio en nuestros actos es egoísta, no corresponde a actos de Santidad. Si no a la constante satisfacción de nuestra voracidad. La voracidad de pertenecer, siempre pertenecer. Obtener. Ganar. Saciar.
Pero la desgracia siempre está allí. Maravillosa y purificadora. La desgracia es la única sustancia que puede acercarnos a aquella inocencia. Toda pérdida nos recupera. Hablo de una desgracia natural, que afecta el amor más sensato que podamos sentir. No me refiero a la desgracia que nos es regalada, editada y musicalizada en los noticiarios. Sino a la desgracia más íntima y personal.
En Joseph Merrick, El Hombre Elefante, esta desgracia era evidente. Por ello era más humano que cualquier hombre con las partes del cuerpo en su sitio y justa dimensión. No quiero decir que los deformes físicos sean buenos. La bondad no existe. La bondad es otro invento que sirve para hacernos llorar en las películas, hacernos de votantes o méritos sociales. Yo hablo del instinto más primigenio, y el único verdaderamente humano. Dice Vicente Quirarte, El hombre, / ese animal que llora a sus criaturas. Porque con la muerte (la desgracia más natural) algo nos es arrancado. Algo que no sabemos que es. Pero que nos deja mutilados. Inocentes, temblando, como recién nacidos. Como el primer gesto de amor maternal del que sabemos… antes de que suceda la inevitable fatalidad de rebajarnos a la más ínfima de las categorías.