Que alguien tan sórdidamente horrendo como J. Merrick ame a la humanidad que lo odia, es entendible. Todo acto de amor es un acto de resistencia. Cristianísimo. Pero es también un acto de venganza contra el sujeto-objeto amado que inflige crueldad al amante. A J. Merrick lo podríamos llamar Jesús Merrick. Aunque Jesús de Nazareth era un hombre cuya apariencia era la de un hombre bien parecido, según la concepción del mundo occidental, lo que une a estos dos hombres es el acto de amor por la humanidad cuando esta lo utiliza para verter su odio, cuando se convierten en lo que nadie debe ser y cuyo comportamiento (oh paradoja) habrá de ser imitado, pero solo cuando han muerto, cuando han pasado la trampa de fuego y sangre, la exhibición del sufrimiento. Entonces, su martirio nos devuelve la culpa y la compasión de un solo disparo. La víctima se vuelve redentora de su verdugo: su vida y muerte habrán de ser recordadas por siempre, para recordar y de este modo expiar los pecados perpetuados por la crueldad infligida. No hacia la persona martirizada, sino hacia nosotros mismos, los simples mortales, los crueles, los que no entenderemos nunca al amor por el amor. Nunca al acto del amor. El simple y puro acto del amor del que solo las extrañas criaturas son capaces.
A nosotros nos corresponde recordar. Equivocarnos. Lacerar. Y acudir a esas criaturas cuando nos damos cuenta y vergüenza de lo que podemos ser capaces. Nosotros, los normales.