He visto tres películas sobre la muerte. O sobre los sobrevivientes ante la tragedia ineludible de la muerte. Y más: los jóvenes y los niños a quienes les toca enfrentar la muerte de los seres queridos. Tres películas que paradojicamente celebran la vida; los sobrevivientes deben salir de un pozo oscuro de depresión y encontrar la luz en los amigos, en los hermanos, en los lazos familiares siempre tensos, a punto de desatarse.
Y es que una muerte en la familia es una ruptura emocional total y afecta la percepción de los padres, los hijos y los hermanos; hablo de una muerte violenta y repentina, cuyo eco cala hondo en cada rincón de los corazones. En la pantalla esa tragedia es un flashback, lo importante es la subsistencia de los protagonista, el intento por recobrar su propia vida, por sanar las heridas propias y lo que es más difícil, perdonar y ser perdonado.
Pero lo que da motivos siempre a contar estas historias, es el amor que se encuentra en el camino. El sendero de soledad que se abandona cuando los personajes principales se dejan llevar de la mano por los amigos, los hermanos, el primer amor. Cuando comienzan a bailar, a caer por una colina, a aceptar que no hay cosa más importante que los últimos momentos de una vida que de a poco se apaga.
La música, el arte, la literatura, The Smiths, la amistad contra la culpa, el cáncer, la fatalidad, la violencia. La infinidad de un momento irrepetible, la aceptación de la vida de la que uno no puede escapar, aunque sí se pueda, como un monstruo invisible que te pasa una navaja en la oscuridad, como un kamikaze fantasmal siempre arrepentido, como alucinaciones que son un loop.
Es imposible abandondar un loop. Es mejor encender la radio, compartir en un beso todo lo que la vida es, aceptar el pasado, sanar, atreverse, ser amigos, amantes. Ser héroes... just for one day.
Restless de Gus Van Sant, Rachel Getting Married de Jonathan Damme y The Perks of Being a Wallflower de Stephen Chbosky.